Yo lo vi bajar las escaleras y supe que iba a pasar junto a mí antes de que él supiera lo mismo –naturalmente, porque no me había visto–. Entonces pensé que iba a ser lo mismo de siempre: se iba a quedar viéndome como esperando algo y yo lo miraría con cara de “¿qué?” y voltearía a mirar a otro lado haciéndome la desentendida. Preparada de antemano para repetir la escena, me apresuré a botar unos papelitos y coger el café para irme rápido y evitarlo a toda costa. Con la mala suerte de que mi tiempo estaba desacelerado con relación al de él, cuyos pasos equivalían, por lo menos, a tres de los míos. Llegados a este punto, desaceleré aún más el paso para quedarme atrás. Sin embargo, él cumplió invariablemente su rutina, con la salvedad de que, esta vez, caminó un poco más despacio, se dio la vuelta y pronunció un “hola” incrédulo, casi con la seguridad de no obtener respuesta. Pero yo, a mi vez, contesté con un escéptico “hola”, mientras me deshacía de risa por dentro y pensaba “hay que verlos”. Finalmente, cada uno siguió de largo, abrió la respectiva puerta y desapareció.