Es la 1. Siempre termino a la una. Miré el reloj con satisfacción. Otra vez va a ser duro habituarse a levantarse cuando todavía es de noche. Tres horas o cuatro no son lo mismo que 8, 9 o casi 12. Ese descuadre, ya te lo he dicho, hija, es tu culpa. ¿Por qué no tratas de dormirte más temprano? No puedo. Esto empieza a preocuparme, decía cuando había dejado de dormir por la imposibilidad de conciliar el sueño… ¿Qué tal morirse de insomnio? No. Estaba en esa presión extrema que maximizaba las energías y dilataba los límites de la capacidad de aguante. No había lugar para el cansancio. Pero no importaba. No había mayor problema, porque en el tiempo que estaba por venir se podía dormir a cualquier hora; a las 4 de la tarde, si le daba la gana al cansancio anular las fuerzas y reducirle a un ente durmiente, como ese día que no pudo más, luego de una semana de casi no dormir. Cuando lo peor pasó y la calma volvió, el sueño también lo hizo. No temprano; nunca temprano, porque esas son horas absurdas y casi no recuerda un cansancio de esos que le hacían desear acostarse temprano. Pero era lo mismo siempre. Dormirse tarde, algunas veces casi a la hora que la cotidianidad rígida de la mayoría del año le obligaba a levantarse. Pero, obvio, la levantada tempranera era igual de absurda. El día empezaba tarde detrás de esa persiana verde, donde difícilmente se sabía que era de día, aunque afuera el sol estuviera deshidratando al mundo desde hacía seis horas, o las nubes hicieran parecer que ya casi iba a anochecer. Ya volverá otra vez lo demás… Mantener el capricho del noctambulismo hasta que no dé más, hasta que el cansancio le haga dormir más temprano. O adelgazará otra vez, a fuerza de resistirse, y el dolor de cabeza volverá, constante, como un taladro, como una sensación muda, invisible. Tú dale tiempo, ya volverá.