Réquiem (10)
Ese día era domingo y la casa estuvo atestada de gente toda la tarde. A las diez de la noche sonó la puerta y se escuchó un alboroto sordo del que nadie podía tener conciencia. A todos se nos heló el corazón, y nadie miró a nadie, porque no era necesario decir, ni siquiera con la mirada, lo que ya todos sabíamos. Todos bajaron corriendo las escaleras. Yo me quedé sentada, dándome tiempo. No necesitaba bajar para comprobar lo que sabía y eso tampoco cambiaría los hechos sucedidos. Al fin bajé para pararme frente a la situación. Ya todos se habían quedado callados. Creo que la realidad no daba tregua a sus imaginaciones y no podían creer lo que estaban viendo en ese preciso instante. El silencio fue tan solemne, que casi parecía pecado atreverse a romperlo. Volví a subir sola y escribí algo que ya nadie leería. Sentía frío, pero no del clima, sino un frío desde adentro. Sin embargo, no sentí nada más, aparte de las ganas de permanecer en silencio. Me acuerdo de haber escuchado una palabra de quien menos esperaba recibirla y pensar “usted no se preocupe por mí, gracias”. También hablé con alguien. Repetí lo sucedido en un intento de repetírmelo y hacérmelo entender a mí misma, como suelo hacerlo en esas ocasiones. Esa noche no dormí. Eran las cinco de la mañana del lunes, y yo debería de estar levantándome para ir al colegio… pero ese día tenía una excusa para no ir.