Primero las vi a ellas. Llamaron mi atención, porque era como ver dos épocas distintas de la vida de una misma persona, en el mismo momento. La niña de las gafas estaba parada delante de mí en la fila para pagar. Tenía el pelo largo, muy delgado y liviano. No era muy abundante y, aunque predominantemente liso, se le ondulaba con los enredos propios de su edad, lo que lo hacía ver como lianas colgando de un árbol. Pese a ser una muchachita típicamente escuálida, podría tener algo de gracia. Pero en cambio, esas gafas… la imponían cierta fealdad, un aire de tonta que desmentía cuando abría la boca para decir algo.
Entonces pagué y me di la vuelta. Ahí fue cuando vi a la mujercita esa. No tenía nada que ver con la niña de las gafas, pero cualquiera hubiera jurado que era ella misma unos 15 años después. Ya no era, para nada, escuálida. Por el contrario, tenía unos cuantos kilillos de más, y su pelo era ahora definidamente liso y lo tenía controlado, atado con un moño. Las gafas ya no le daban el mismo aire de tonta sino, más bien, de antipatía. Pero cuando se los quitaba, se veía linda.
Luego pude ver a las dos niñas de chaqueta azul, que parecían uniformadas. Había que verlas más de una vez para encontrar la diferencia. Pero su expresión era igual: un gesto de aburrimiento y de indiferencia, con algo de arrogancia gravitando por ahí. Cara de creerse muy grandes y muy escépticas, en virtud de su experiencia. Ganas de aparentar mucho glamour… Pero una mirada atenta, que nadie hacía, podía desvirtuar todo eso y ponerlas en su lugar tácitamente.
Entonces se paró la parejita de más allá. Ella era una mujer de mejillas regordetas que se amontonaban como podían en el marco redondo de su cara. Su cabeza parecía que pesaba tanto, que se hundía inevitablemente sobre su cuerpo que, por lo demás, podría ser aplastado en cualquier momento por esa cabezota… empezando por su cuello que era como si ya no existiese. Ahora la cabeza descansaba sobre sus hombros, bajo los cuales se desparramaban kilos de carne sin forma. Detrás de ella apareció esa sombra de hombrecito, cuyo bigotito miserable hacía juego con una camiseta verde de equipo de fútbol de barrio que, según se indicaba, se llamaba “Club los Catalinos”. Caminaba como debe caminar un espantapájaros sobre sus piernas de palo. Y se fueron. Lo que quedó fue una mujer vestida de negro, que había caído dormida sobre una mesa, y parecía haberse quedado encerrada en una burbuja de tiempo irrompible, donde todo se detenía y la quietud era imperturbable, yaciendo a orillas de las playas de Morfeo.